sábado, 14 de noviembre de 2015

Los orígenes del liberalismo


No se puede, en efecto, ni comprender la crisis actual de la Iglesia, ni conocer la verdadera cara de los personajes de la Roma actual, ni, en consecuencia, captar cuál es la actitud que se debe tomar frente a los hechos, si no se buscan las causas, si no se remonta el curso histórico, si no se descubre la fuente primera en ese liberalismo condenado por los Papas de los dos últimos siglos.

Partiremos, entonces, desde los orígenes, tal como lo hacen los Pontífices al denunciar los graves trastornos en curso. Si bien acusan al liberalismo, los Papas miran más lejos en el pasado, y todos, desde Pío VI hasta Benedicto XV, relacionan la crisis con la lucha entablada contra la Iglesia en el siglo XVI por el protestantismo y con el naturalismo, causado y propagado desde el principio por esta herejía.

Encontramos el naturalismo ya en el Renacimiento que, en su esfuerzo por recuperar las riquezas de las culturas paganas antiguas, y en particular de la cultura y del arte griegos, ha llevado a magnificar exageradamente al hombre, a la naturaleza y a las fuerzas naturales. Exaltando la bondad y el poder de la naturaleza, se menospreciaban y se hacían desaparecer del espíritu humano, la necesidad de la Gracia, la orientación de la humanidad al orden sobrenatural y la luz ofrecida por la Revelación. So pretexto de arte, se quiso entonces introducir por todas partes, hasta en las iglesias, ese nudismo -se puede hablar sin exageración de nudismo- que triunfa en la capilla Sixtina en Roma. Sin duda, consideradas desde el punto de vista artístico, esas obras tienen su valor, pero por desgracia, prima en ellas el lado sensual de exaltación de la carne, totalmente opuesto a la enseñanza del Evangelio: Pues la carne codicia contra el espíritu, dice San Pablo, y el espíritu lucha contra la carne (Gál. 5, 17). No condeno ese arte, si se reserva a los museos profanos, pero no veo en él un medio de expresar la verdad de la Redención, es decir, la feliz sumisión a la Gracia de la naturaleza reparada. Mi juicio es muy distinto con respecto al arte barroco de la Contrarreforma católica, especialmente en los países que resistieron al protestantismo: el Barroco hará uso todavía de angelitos regordetes, pero ese arte de puro movimiento y de expresiones a veces patéticas, es un grito de triunfo de la Redención y un canto de victoria del catolicismo sobre el pesimismo de un protestantismo frío y desesperado.

Puede parecer extraño y paradójico calificar al protestantismo de naturalismo. Nada hay en Lutero de esa exaltación de la bondad intrínseca de la naturaleza, porque, según él, la naturaleza está irremediablemente caída y la concupiscencia es invencible. Sin embargo, la mirada excesivamente nihilista que el protestante tiene sobre sí mismo, desemboca en un naturalismo práctico: a fuerza de menospreciar la naturaleza y de exaltar el poder de la sola fe, se quedan la Gracia divina y el orden sobrenatural en las nubes. Para los protestantes, la Gracia no opera una verdadera renovación interior; el bautismo no es la restitución de un estado sobrenatural habitual, es, solamente, un acto de fe en Jesucristo que justifica y salva. La naturaleza no ha sido restaurada por la Gracia, permanece intrínsecamente corrompida; y la fe sólo obtiene de Dios que eche sobre nuestros pecados el manto púdico de Noé. De ahí que todo el organismo sobrenatural que el Bautismo agrega a la naturaleza enraizándose en ella, todas las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, son reducidos a la nada; se resumen en ese sólo acto furioso de fe-confianza en un Redentor que no concede la Gracia más que para alejarse de su criatura, dejando un abismo insalvable entre el hombre definitivamente miserable y el Dios trascendente, tres veces santo. Ese pseudo-sobrenaturalismo, como lo llama el Padre Garrigou-Lagrange, deja finalmente al hombre, a pesar de haber sido redimido, librado a la sola fuerza de sus virtualidades naturales; se hunde necesariamente en el naturalismo. ¡De manera que los extremos opuestos se unen!... Y ese naturalismo se aplicará especialmente al orden cívico y social: reducida la Gracia a un sentimiento de fe-confianza, fiduciario, la Redención sólo consistirá en una religiosidad individual y privada, sin consecuencias en la vida pública. El orden público, económico y político queda condenado a vivir y desarrollarse fuera de Nuestro Señor Jesucristo. En última instancia, el protestantismo buscará en el éxito económico el criterio de su justificación ante los ojos de Dios [...]

El fruto del protestantismo es que los hombres se apegarán más aún a los bienes de este mundo y olvidarán los bienes eternos. Y si un cierto puritanismo viene a ejercer una vigilancia exterior sobre la moralidad pública, no impregnará los corazones del espíritu verdaderamente cristiano, que es un espíritu sobrenatural llamado primacía de lo espiritual. El protestantismo se verá conducido necesariamente a proclamar la emancipación de lo temporal en relación a lo espiritual. Ahora bien, es precisamente esta emancipación la que vamos a encontrar en el liberalismo.

El protestantismo constituyó un ataque muy duro contra la Iglesia y un desgarramiento profundo de la cristiandad en el siglo XVI, pero no llegó a impregnar las naciones católicas con el veneno de su naturalismo político y social, sino cuando ese espíritu secularizante alcanzó a los universitarios, y luego a aquellos que llamamos los filósofos de las luces.

En última instancia, filosóficamente, el protestantismo y el jurídico tienen origen común en el nominalismo surgido en la decadencia de la Edad Media, que conduce tanto a Lutero, con su concepción puramente extrínseca y nominal de la Redención, como a Descartes, con su idea de una ley divina indescifrable, sometida al puro arbitrio de la voluntad de Dios. Toda la filosofía cristiana afirmaba por el contrario, con Santo Tomás de Aquino, la unidad de la ley divina eterna y de la ley humana natural: La ley natural sólo es una participación de la ley eterna en la criatura racional, escribe el Doctor Angélico (I-II, cuest. 91, art. 2). Pero con Descartes ya se pone un hiato entre el derecho divino y el derecho humano natural. Tras él, los universitarios y juristas, no tardarán en practicar la misma escisión.

El jurista Pufendorf (1672) y el filósofo Locke (1689) darán el último toque a la secularización del derecho natural. La filosofía de las luces imagina un estado de naturaleza que no tiene nada que ver con el realismo de la filosofía cristiana y que culmina en el idealismo con el mito del buen salvaje de Juan Jacobo Rousseau. La ley natural se reduce a un conjunto de sentimientos del hombre respecto a sí mismo, sentimientos que comparte la mayor parte de los hombres [...]

Tal conclusión es el fruto de una razón desorientada, que en su emancipación con respecto a Dios y a su revelación, ha cortado igualmente los puentes con los simples principios del orden natural, recordados por la revelación divina sobrenatural y confirmados por el magisterio de la Iglesia. Si la Revolución ha separado al poder civil del poder de la Iglesia, es, originariamente, porque, desde hacía tiempo, ella había separado la fe y la razón en aquellos que se engalanaban con el nombre de filósofos [...]

Mas precisamente, la Revolución se cumplió en nombre de la de la razón deificada, de la razón que se erige en norma suprema de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal.

Ya pueden entrever cómo todos esos errores están entrelazados con otros: liberalismo, naturalismo, racionalismo, no son más que aspectos complementarios de lo que debe llamarse la Revolución. Allí donde la recta razón esclarecida por la fe, no ve más que armonía y subordinación, la razón deificada abre abismos y levanta murallas: la naturaleza sin la gracia, la prosperidad material sin la búsqueda de los bienes eternos, el poder civil separado del poder eclesiástico, la política sin Dios ni Jesucristo, los derechos humanos contra los derechos de Dios, en fin, la libertad sin la verdad.

Con ese espíritu se hizo la Revolución que se preparaba desde hacía más de dos siglos en los espíritus, como he tratado de demostrarlo, pero sólo a fines del siglo XVIII culmina y da sus frutos decisivos: los frutos políticos, gracias a los escritos de los filósofos y de los enciclopedistas, y a la inimaginable de la masonería[1], que en algunas décadas había penetrado e infiltrado toda la clase dirigente.

Mons. Marcel Lefebvre: Le destronaron. Capítulo I, en Obras completas, Tomo I, pp. 19-26, Mexico DF: Voz en el desierto, 2002

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[1] 1517: rebelión de Lutero, que quema la Bula del Papa en Wittenberg. 1717: fundación de la Gran Logia de Londres.

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